Las crisis en nuestras vidas son factor de crecimiento y evolución, pero no siempre lo vemos así. Por lo general, las crisis parecieran no venir solas. Cuando no reconocemos que estamos frente a un cambio profundo que amerita adaptación y visión, entramos en crisis y lo que podría ser una fuente de oportunidad se vuelve un camino difícil de transitar con innumerables resistencias, signado por el sufrimiento.

Es muy difícil para el ser humano cambiar su statu quo, incluso cuando es malo y no le favorece. La adaptación lograda es un estado de confort para el que se han desarrollado cambios -e incluso aprendizajes-, producido resignaciones varias y es mejor dejar todo como está.

Cuando el estado de las cosas es más favorable, la ruptura de este es mucho más difícil y además de crítica puede ser traumática.

Los imponderables están en un parpadeo. Nada está garantizado ni asegurado realmente. Todo cambia vertiginosamente dentro y fuera de uno, lo tengamos consciente o no.

La conciencia plena de estos cambios, el sentirnos en un proceso de vida impermanente y al mismo tiempo sujeto a la ley constante del cambio permanente, el saber que todo va mutando en la ingeniería del mundo interno y el mundo que nos rodea, nos da cierta perspectiva real de que las cosas ni duran, ni se fosilizan. Todo se mueve, se transforman, se destruye y se muere en algún momento para, posteriormente, resurgir.

Esto pasa con nuestras células, nuestras neuronas, nuestra propia biología y, hasta lo que llamamos inanimado (que no tiene alma, que no tiene vida), se mueve y se transforma lentamente.

Aceptar esto es quizás el conflicto existencial humano. Y, ante la negación, todo el mundo se resiste a cambiar o se derrumba cuando entra en contacto con algo imposible de evitar.

Ahí vienen las crisis personales, pero también las de la humanidad. Se trata de resistir y conservar. Propio de la humanidad.

Claro que hay psicologías más adaptativas y flexibles, conscientes de que todo transcurre y tienen esta capacidad de resiliencia incorporada en donde no esperan los tiempos adversos, pero si se presentan saben que los pueden gestionar.

Estas mentes dinámicas en sus aspectos cognitivos y emocionales no evitan las crisis: las enfrentan. Saben que algo provechoso puede salir de todos esto.

Por innumerables factores como la crianza, el amor, la evolución emocional, el medioambiente familiar-social, la salud del grupo, etc., las personas tienen más o menos inteligencia emocional, pilar de la resiliencia, clave para enfrentar los asuntos de la vida y los cambios insospechados, inesperados y la incertidumbre en su totalidad.

Estas personas no evitan lo inevitable, ni huyen antes de la víspera. Viven en la constante realidad del cambio de las variables. Sienten distinto. No se desesperan si las cosas se mueven: se mueven con ellas.

Y si algo se apresuró y llegó antes y entran en conflicto, antes que adelantarse, si sitúan en el momento y empiezan a aceptar.

Derrumbarse no es el final, es el principio

Uno de los pasos fundamentales para enfrentar una crisis es aceptar que hay cambios que están produciendo pensamientos y sentimientos que derivan en un estado emocional más complejo. Aunque no se sepa a ciencia cierta cuáles son estos estados, se puede vislumbrar que algo está siendo diferente.

Por lo general no se aceptan los cambios sutiles que vienen sucediéndose desde larga data y se van acumulando en un innumerable cúmulo de sensaciones, ideas, conjeturas, incomodidades y hasta somatizaciones. Incluidas también algunas nociones espirituales como la desesperanza y la pérdida de fe.

Estos cambios que no se aceptan (en uno o varios aspectos de la vida) terminan desembocando en algo mayor. Un estado desagradable de conflicto interno y externo; hostilidad, aversión, rechazo, frustración…

La crisis se suele instalar en el momento que seguimos adelante con la resistencia. A veces ya está instalada desde antes y solamente no se ve. Los motivos pueden ser muchos: desde no verla porque es imposible imaginar que algo no salga como se planeó, hasta que haya en el trascurso del cambio tantos factores que presentan dificultad que se sigue adelante sin reparar en ellos, negándolos. Entre estos polos hay variantes y matices.

Finalmente, las sensaciones mentales, emocionales, físicas y espirituales son tantas y tan opuestas que se entra en un estado de conflicto mayor y pareciese que todo se derrumba. Un aspecto que entró en crisis comienza a propagarse por otros que estaban medianamente bien y la alteración comienza a generalizarse.

Frente a esto las respuestas son múltiples, la aceptación, el reconocimiento, la indiferencia, la sublimación, la evitación, la evasión, la resistencia, la negligencia, etc. Unas respuestas ayudarán a salir adelante y adaptarse mientras se reinventa la vida; otras se volverán, incluso, en contra de la misma oportunidad de superación.

Derrumbarse en esta instancia es permitirnos tocar fondo, una de las formas más hermosas espiritualmente hablando, de poder llegar hasta donde está nuestra oscuridad y empezar a resurgir. Este es un proceso consciente que solo se puede hacer con la aceptación.

No todo lo que se acepta, cambia inmediatamente. Se acepta un proceso, no un resultado.

¿Qué es derrumbarse?                                                                                                                                                     

No se nos ha permitido caer, derrumbarnos y aceptar conscientemente que hemos tocado fondo. A todo el mundo le cuesta esto de manera consciente. Por lo general se aborda de forma superficial; victimizándose.

Pero derrumbarse en serio, responsable y conscientemente, es poder enfrentar el dolor que conlleva cualquier crisis aguda, generalizada: el dolor que la comienza o el dolor que se va desarrollando.

Derrumbarse es poder decir “siento que no puedo”, “me cuesta”, “no sé qué hacer…”, y no hacer nada. Espiritualmente es decir permaneceré en silencio hasta que surja la claridad. No es entregarse ni derrotarse, ni darse por vencido. Sencillamente es sentirse derrumbado, todo eso junto a la vez y al mismo tiempo, todo eso de una manera introspectiva que permita desarrollar autoconocimiento.

Si no hay derrumbe, se empieza a agitar los brazos y dar patadas en el medio de un mar de incertidumbre y esto nos hunde. Hundirse es ahogarse y el proceso es diferente a derrumbarse conscientemente.

La reconstrucción comienza en la conciencia

La conciencia de lo que le sucede a uno en la crisis, sus distintos fragmentos, la huella cognitiva, la solidificación de creencias, los mandatos, los moldes; las emociones intempestivas, disruptivas, desbordadas; las reacciones del cuerpo que también tiene su voz y la ausencia de esperanza mística son piezas dignas de ser observadas desde el individuo y desde el ser.

La observación de todo lo que nos sucede nos va enseñando a su paso. Cuando uno observa, aprende. El aprendizaje va poniendo cada pieza en su lugar y permite que nuevos ladrillos cognitivos, emocionales, físicos y espirituales vayan creándose. La crisis permite la innovación para la evolución. Tiene más poder del que se supone.

Las crisis enfrentadas con apertura consciente hacen que el ser humano pueda encontrar en sí mismo el talento escondido, el deseo sincero que impulsa su propósito, su propia iluminación; un océano de oportunidades.

Una reconstrucción conlleva la fuerza interior como esa energía liberada después del derrumbe y su tensión. Ese es el big bang interno que:

  • Acepta
  • Conoce
  • Innova
  • Confía
  • Cree
  • Adapta
  • Ve oportunidades
  • Se fortalece
  • Amplía sus horizontes
  • Despierta su resiliencia

Y cuando menos se lo imagina, así como se entró en conflicto, ahora se vuelve a empezar.

@juliodieztesta